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Tiempos complejos para las escuelas..

Publicado en la revista Actualidad Psicológica Nº 537, en marzo de 2024, por Javier Fernández Mouján, psicólogo y docente de Filosofía de la Escuela.


La escuela, en tanto institución, ya es compleja de por sí y siempre debió convivir con los desafíos que su propia complejidad entrañaba. Sin embargo, algo en la estructura de la sociedad -desde “la familia” hasta el Estado- se replicaba -con sus particularidades, claro está- en la escuela, lo cual facilitaba su tarea. Algo similar a lo que ocurría con la adolescencia en Samoa, según los estudios de Margaret Mead (1): Tanta “claridad estructural”, tanto camino prefijado, no daban pie a la “crisis”… ¿O ésta se condensaba en rituales de pasaje poderosamente simbólicos, mejor dicho? Más de diez años atrás, hablábamos de “dificultades en la escuela en una época de crisis” (2): “Para escribir estas reflexiones –basadas en la experiencia directa, y en reiteradas reflexiones previas, con padres, docentes, alumnos y directivos- voy a partir de la idea/hipótesis de que vivimos en un mundo en crisis. Esto es, en un mundo que está en pleno proceso de cambio, con caminos que ya no sirven como lo hacían, con respuestas viejas a problemas nuevos, con una realidad en constante cambio que obliga a no aferrarse a recetas ni “verdades” como si fueran eternas e inmutables. Un universo tal, es obvio, pero no por eso está de más decirlo, plantea dificultades. No está de más decirlo porque esta conclusión lógica de lo antes descripto como ‘hipótesis’, es sin embargo solapada una y otra vez, porque los condicionamientos previos son tan fuertes, o porque las creencias están tan arraigadas, o porque la fe a las teorías y las especializaciones nos vuelven tan ciegos –ojos cerrados, diría Bachelard- que no vemos lo que desde nuestros ‘conocimientos’ no queremos ver.”


Por la misma época -un poco antes, un poco después- mencionaba en reuniones con maestros y maestras de una escuela en la que trabajaba la idea que planteaba Selvini de Palazzoli (3) sobre la ardua tarea que teníamos los psicólogos en las instituciones educativas, en donde se esperaba que hiciéramos “magia” con los “casos” conflictivos que en ellas aparecían, pero que la compleja red sistémica que la institución implicaba hacía inviable, sin sentido, esa forma de intervención individual -y a la vez, diríamos hoy, patologizante-, ya que había que considerar a cada sujeto en el contexto: compañerxs, docentes, directivos, familia propia, otras familias… Y sus entramados recíprocos.


Tal complejidad debía y debe ser al menos observada -idealmente abordada- para no pecar de ingenuos ni de injustos, y sobre todo, para tener intervenciones favorecedoras del cambio. O a veces, seamos sinceros, comprensivas y amables con el no cambio o las dificultades para cambiar. Y hoy, varios años después, estamos convocados a hablar (escribir) de “la escuela en tiempos complejos”, lo que implica señalar/subrayar que, más allá de la implícita complejidad de las instituciones (las escuelas en particular) vivimos unos “tiempos complejos”.


La complejidad post pandemia


No puedo evitar referirme a estos “tiempos complejos” -aun temiendo quedarme corto, ya que hay tantos matices en juego- como a una complejidad pos-pandémica, post dos mil veinte. O tal vez deberíamos hablar de la complejidad después de la larga cuarentena, después del encierro, de la incomunicación o del reino de la comunicación mediatizada por las pantallas.


El poder subjetivante de los medios de comunicación masivos, acentuado por internet y multiplicado exponencialmente por las redes sociales ya eran tema de conversación, cuestionamiento, preocupación: Que lo enajenante, que la sobreestimulación, que el sedentarismo, que la falta de contacto físico y el extrañamiento de lo corporal, que la fragilidad de los vínculos, que la multiplicación hasta el infinito del grito del heladero que nos hacía reír en la playa cuarenta o cincuenta años atrás: “¡lloren, chicos, lloren!”… Esa perversión de dirigirse directamente a lxs niñxs como “consumidores” que las pantallas replican hasta atiborrarlos, hasta provocar niveles de “necesidad” rayanos a la adicción -cuando no adicciones.


La invasión mediática, en definitiva, se vio paradójicamente polarizada durante la cuarentena, ya que lo mediatizado de la comunicación pasó a ser “la” manera de estar comunicados. La escuela debió servirse de internet y las pantallas, proliferaron los Zoom y los Meet, las aulas virtuales, las plataformas educativas… como condición de “ser”; para poder seguir, había que hacerlo a través de aquellas pantallas que justamente eran tan invasivas y, salvo usos muy cuidados y atentos, nocivas.


¿Ir contra la corriente pero montados en la corriente?

Y sí, tal era la complejidad.

Y tal fue la complejidad que esa inmersión nos dejó: El demonio que no fue tan demonio -en determinadas circunstancias, bajo ciertas condiciones-, pero que no por eso dejaba de ser demonio -en determinadas circunstancias, bajo ciertas condiciones o falta de condiciones-.


Refiriéndome a los y las adolescentes en particular, y más que a su escolaridad, a su sexualidad, reparé en esta situación paradójica de que la “salida” fueran justamente las pantallas, que tanto facilitaban la evitación de la “salida”:

“El riesgo claramente está, más que en las conductas arriesgadas de los y las adolescentes tanteando el límite, tanteando los límites (de las leyes, del dolor, del placer, de los cuerpos, de las fantasías), en no poder llegar a correr esos riesgos. En quedarse atrapados entre el miedo a salir, el mandato de no salir y la comodidad del no salir – apuntalada por celulares, tablets y computadoras-: Riesgo de salir en pandemia, más riesgo de salir de la endogamia (familiar, de amigos o mixta), más riesgo de “ser”.


El peor riesgo es no poder correr ningún riesgo.” (4)


Sin duda que los dispositivos tecnológicos, que podemos llamar “las pantallitas” fueron grandes aliados de las escuelas -y de toda la comunicación humana- durante el año en que la humanidad vivió una situación de encierro sin precedentes, pero a la vez, quizás, profundizaron su omnipresencia… Que nos lleva de nuevo a lo enajenante, la fragilidad de los vínculos, el extrañamiento de lo corporal, etc.


Aprender o no de la experiencia


Parece haber una tendencia en la educación formal y sus componentes (sobre todo de los “adultos responsables” de la misma: directivxs, maestrxs, padres y madres) a dejar en el olvido todo lo que pudo haber servido durante el 2020. Como si quisieran “volver a la normalidad”, a una normalidad que ya no existe y que, tal vez, pudo ser bueno descubrir que era plausible de modificarse. Como si quisieran barrer debajo de la alfombra los recuerdos de ese año -incluyendo todo lo aprendido-, como si así pudieran superar lo que pudiera haber de traumático o triste o violento. O quizás, en el peor de los casos, por pura inercia o nostalgia o temor a lo nuevo e incierto.


¿Qué experimentamos durante ese año?

Descubrimos que mucho de lo que se hacía en la escuela podía hacerse en casa, que las pantallas podían ser nuestras aliadas para asistir a clases a distancia, que incluso podían aprenderse muchas cosas sin “asistir” a clases, que no nos estábamos comunicando mucho en nuestras casas -cada cual ensimismado en sus actividades: trabajos, escuelas, clubes, universidades, etcétera-, que la comunicación a distancia empobrecía algunos aspectos de nuestros vínculos -sobre todo los que tenían mayor valor afectivo-, que nuestros cuerpos necesitaban moverse o se empezaban a tornar más rígidos o torpes -¿demasiado gordos, demasiado fuera de punto?-, que las clases en las que más nos sentíamos motivados tenían ciertas particularidades…


No todo fue blanco o negro. No todo fue blanco y negro. Hubo grises y colores. Pudimos replantearnos muchas cosas -en este caso, como educadores y educadoras- y después… Decidir.

¿Es un acto consciente aprender o no de la experiencia? En tal caso, ¿decidimos libremente o algo “nos decidió”, por así decirlo?

Lo que sí estuvo y es innegable fue la experiencia, la vivencia. Potencialmente pudimos aprender. Tal vez el miedo, en multiplicidad de formas y direcciones, lo impidió. Tal vez no solamente el miedo, sobre todo si atendemos a lo que se rescató y lo que no -o no tanto-.


Corea y Lewcowicz nos advertían (¡en el año 1999!) sobre las actitudes o posiciones de los educadores -en un sentido muy amplio, entiendo yo, desde los que están en las aulas hasta los que diseñan políticas- ante lo que denominaban “crisis de la educación” -¿podemos hablar otra vez, o como siempre, de “crisis de la educación” a partir de la pandemia?-:

a) Renegación: “No hay tal crisis”. Por lo tanto, me comporto como si todo siguiera siendo como era.


b) Asimilación: “Hay crisis”, pero no intervengo con eficacia. ¿Por qué? Porque intento enfrentarla con los recursos y recetas que ya caducaron, o que están justamente en crisis.


c) Producción: “Hay crisis”, y creo nuevos procedimientos. Aquí se reconocería el vacío concomitante a la crisis y éste devendría en potencial, por lo que se desarrollarían nuevas herramientas, técnicas, formulaciones, etcétera.


Veo en estas tres reacciones, por un lado, que pueden también ser “reacciones ante la complejidad”, y por otro, que pueden ser un esbozo posible de explicación de la pregunta que no formulamos pero está presente, cuando hablamos de “aprender o no de la experiencia”: ¿Por qué lxs educadorxs decidirían o podrían aprender o no de la experiencia? -y por lo tanto enfrentar más o menos eficazmente los “tiempos complejos” actuales, llenos de matices y -¡otra vez!- en estado de crisis.


Porque niegan lo que sucede, porque no lo niegan, pero tampoco se animan a cambiar, o porque se animan a “entrar en crisis” y descubrir nuevos caminos -o tal vez debamos decir, crearlos-.


Recursos técnicos vs. la educación invisible


En mi experiencia -tanto desde mis roles docentes (primario y universitario), directivo (universitario) o psicológico (en consultorio y en escuelas)- hubo dos aspectos destacables que claramente había que subrayar, enfatizar, profundizar, en definitiva, poner en acción:

a) Recursos técnicos “nuevos” -las comillas se refieren más a la necesidad de usarlos que a su real novedad-;


b) Lo que llamamos -o al menos a mí me gusta bautizar así- “la educación invisible”.


a) Los recursos técnicos fueron adoptados, de acuerdo a las posibilidades -sobre todo económicas- de cada institución, casi como si fueran una poción mágica que las salvaría de todos los males de la pandemia.

Lxs alumnxs aprenderían igual, las mamás y los papás no se quejarían, la economía -en el caso de las instituciones privadas- no se alteraría.

Plataformas diversas de educación, aulas virtuales, sincronías y asincronías, pantallas, micrófonos, cámaras, capacitaciones para docentes, proliferaron.

Quien tuviera medios (económicos) suficientes para todo esto, estaría salvado. Tal era la promesa, la ilusión. Nadie osó poner en duda el lugar vital de los recursos técnicos para enfrentar el desafío de “educar en cuarentena”. Aunque no fueran suficientes.


b) Cuando la cuarentena empezó, me contactaron desde una escuela de Viedma (Provincia de Río Negro): Era una chica, ya profesional de la educación, que había sido mi alumna de Taller de Filosofía hacía años y que quería proponerme llevar el taller a su escuela y “a distancia”. Yo, que estaba un poco desbordado por las clases y el consultorio virtual, le propuse compartir las clases a un profesor con quien ya venía trabajando ese taller. Recuerdo que, cuando nos reunimos para hacerlo, nuestro mayor desafío no era el manejo de las aulas virtuales; yo lo expresé así, a modo de cierre -que era apertura-: “Si logramos crear el clima, va a salir bien”.


El ”clima”, ¿de qué estoy (estaba) hablando? Estaba hablando de lo que me gusta llamar “la educación invisible”, que se puede servir de diferentes recursos y técnicas, pero no se define ni depende de éstos. ¿El juego (winnicottianamente hablando)?, ¿la confianza, heredera de la “confianza básica”?, ¿el dejar ser y hacer?, ¿dar lugar a los errores?, ¿dar lugar (y valor) a las preguntas?, ¿a la risa?, ¿a las emociones?... Imagino que Paulo Freire no daría tantas vueltas y diría: “El amor”. Punto final y punto inicial.


Con una compañera de trabajo armamos un dispositivo de “grupos de reflexión” para padres, madres y todo adulto que se sintiera convocado. Pero, curiosamente, lo tuvimos que hacer por fuera de la institución, que estaba muy enfocada en cumplir con todo lo “técnico”, pero no veía o no quería ver la necesidad de “lo otro” (¿la educación invisible, la amorosidad?).


Tanto los “recursos técnicos” como la “educación invisible” pueden ponerse entre los aprendizajes de las escuelas (y todos sus actores y actrices) durante el dos mil veinte, ya sea como novedades o como profundización de aprendizajes previos. En el caso de los primeros, en muchos casos parecen haber llegado para quedarse -aunque no con el mismo protagonismo-, lo cual es para celebrar (ambas cosas: que se queden y que no sea con tanto protagonismo). Lo dejo como idea, pero no llegaré a desarrollar ahora mi punto de vista de por qué celebrarlo. En el caso de la segunda, claramente las instituciones son más reticentes a incorporarla, en el mejor de los casos, porque es más inasible -como todo lo “invisible”, pero en el peor de los casos, porque es una educación definitivamente a contramano de nuestra vida cotidiana bombardeada (invadida) por los medios, que apuntan más al “mercado” que a la humanidad y su desarrollo en sí misma.


Educación vs. mercado


Uno de los problemas que aqueja a la educación actual, que a simple vista no parece tener que ver con la psicología educacional, pero que si lo tomamos con el debido cuidado y respeto tiene mucho que ver con lo que se “enseña”, con el efecto subjetivamente de nuestras acciones y nuestros énfasis (lo que subrayo y priorizo como importante) tiene que ver con la mercantilización de nuestra vida, como si todo debiera ser evaluado en términos contables: Entonces lo importante es poner sistemas y normas que garanticen la puntualidad -o al menos que penalicen la impuntualidad-, cantidad de horas, cantidad de evaluaciones, cantidad, cantidad, cantidad… Docentes y otros/as trabajadores/as de la educación haciéndolo en las condiciones más “beneficiosas” -en términos monetarios- para la “empresa”, aunque éstas no sean las mejores para la educación ni sean consistentes con lo que se pretende enseñar -en términos de derechos, empatía, respeto por lxs otrxs, creatividad, etcétera.

¿Qué resultados trae esta “mercantilización de la educación”? Francesco Tonucci, en una de sus viñetas que firma como Frato, lo ejemplifica con gráfica claridad: Ingresan a la escuela muchos chicos y chicas -diferentes en muchos aspectos-, la entrada está prohibida a todo personal ajeno (padres, periódicos, trabajo, política, sexo, cultura popular), la escuela incorpora “material didáctico” para “enseñar” a esos niños y esas niñas que ingresan, por una especie de cañería de desperdicios salen expulsados del sistema algunos que no “encajan”, otros aprenden quietitos a leer, reciben inyecciones de contenidos, salen hacia el mundo para ser “exitosos” en la sociedad, todos/as igualitos/as…

Ese ser “igualitos/as” no es ingenuo. Es para que no sean conflictivos/as. Es para que sean buenos/as consumidores/as. Que no cuestionen. Que no cambien nada. Pasivos y sumisos. Lo que una sociedad necesita para permanecer siempre igual.

Tonucci denuncia esta compleja trama “educativa” que parece más diseñada para comodidad (en el peor sentido de la “zona de confort”) de la sociedad adulta que para estimular el desarrollo de los niños y las niñas -¡y ni hablar de los y las adolescentes!-.

“El desafío actual de la educación –la que se da de padres/madres a hijos/as, la que se da en las instituciones educativas- es poder educar contra la corriente de la invasión mediática, inescrupulosa, sin ningún “interés desinteresado” en los niños y niñas ‘de carne y hueso’.” (7)


¿Hay educación sin riesgo?


Como en todo lo que vale la pena en la vida (amor, arte, paternidad/maternidad, elecciones vocacionales, defensa de derechos, comunicación, relaciones humanas) en la educación hay que correr riesgos: El riesgo de equivocarse, el riesgo de cambiar y crecer, el riesgo de convivir con otrxs personas (interactuar), el riesgo de cansarse…


Sobre los riesgos en la escuela, los expuse en otra nota hace unos meses:

“¿Cuáles son los riesgos a los que la escuela -o ‘la escolaridad’- nos expone?

En términos más concretos, podríamos enumerar -como ejemplos-: Lo que genéricamente se llama ‘fracaso escolar’ -dificultades para aprender (lo que la escuela nos quiere enseñar), bajas calificaciones, abandono de los estudios, expulsión del sistema-, las situaciones de bullying… Pero también, deberíamos alertarnos un poco del ‘éxito escolar’: ¿Las buenas calificaciones, la buena conducta, el no sufrir hostigamiento… significan necesariamente que todo está bien? Hay un riesgo de sumisión, que a mí también me preocupa, un riesgo de obediencia, de ‘sobreadaptación’, de pagar el precio de cumplir con las expectativas ajenas.”


La experiencia de los grupos de reflexión que comenté un poco más arriba (o atrás) significó un riesgo -ya que lo hacíamos por fuera de la institución, casi “contra” su corriente-. Pero también significó apostar al riesgo de reformular la educación tal como la conocíamos:


“El contexto de no presencialidad pone en jaque a la escuela. Diluye sus bases, problematiza sus tradiciones, sus obligaciones y sus certezas. Se abre un contexto de inseguridad, fragilidad, momentáneo y transitorio. Estas características contextuales son opuestas a las sólidas bases de la escuela-institución.


Nuestro saber didáctico pedagógico está estructurado en torno a aquel supuesto. Desde aquí, la dificultad para dar respuestas, en especial, amorosas e inclusivas. No obstante –o justamente por eso-, muchos/as docentes salieron a inventar la escuela en pandemia. Con horas de trabajo, dedicación, creatividad, buscaron nuevas formas de construir vínculo pedagógico sin presencialidad. Vínculo sin cuerpo.


Toda nuestra vida tal como la conocíamos antes pasó, en unos meses, a llamarse “presencialidad” –cuando no ilusoriamente, y con cierta nostalgia, “normalidad”-.


La pandemia atravesó nuestras vidas, nuestro mundo conocido, nuestras rutinas y seguridades. Debemos abrir espacios de diálogo en este contexto de incertidumbre, no sobreadaptarnos a ella sino reflexionar con o desde ella.


Acá es donde creemos que se abre una nueva posibilidad para repensar y modificar los supuestos donde se apoya la escuela. Refundar nuevos contratos para una pedagogía que aloje a todos y a todas.” (8)


En la educación, en la escuela, como en otros ámbitos de la vida, hay que enfrentar riesgos. No significa que debamos sufrir o pasarla mal, pero debemos arriesgarnos, para no quedarnos siempre en el mismo lugar. “Se hace camino al andar”, y andar trae riesgos.


Salir del yo, yo y yo


Cuando la anticultura imperante es el principal obstáculo a superar (donde reinan las fake, el bullying, las falacias no formales, la superficialidad, la cosificación, retroalimentándose recíprocamente)...

¿Qué tiene que ver esto con las escuelas? Me han preguntado.

Tiene que ver con que es sobre este caldo de cultivo -o tal vez deberíamos seguir a Bachelard y decir “es contra este obstáculo”- sobre el que las escuelas deben operar -contra la corriente que deben remar, contra los “des-conocimientos” que deben educar. Complejo, sí. Y arduo.


Un fenómeno que el aislamiento del 2020 alimentó, por si no tenía ya suficiente alimento, tiene que ver con la cultura del narcisismo, o del “sálvese quien pueda” en ocasiones, que, enmascarado o disfrazado de hedonismo, recubre o más bien inunda nuestras vidas cotidianas.

No soy más “yo y mi circunstancia”, ahora soy “yo y mi ombligo”, y “yo decido”.

Yo, yo y más yo.

Esta, en apariencia, atractiva libertad e independencia nos lleva a vínculos muy frágiles cuando no perversos, cosificadores-, nos lleva a situaciones de mucha soledad, mucho vacío… y un vacío difícil de potenciar, si no se desenmaraña esa madeja o si no se devela esa trampa perseverante y casi omnipotente de las redes sociales y los medios de comunicación masivos.


¿No sería deseable salir de ese “yo, yo y yo” a un “yo ampliado”, cuanto menos, que integre a otrxs que conforman mi identidad grupal?

¿No sería deseable, después de haber logrado una cierta “independencia relativa”, después de haberse establecido una “confianza básica”, volver del individualismo a lo colectivo y solidario?

¿Hay un temor a que lo grupal se torne indiferenciado? Sería un temor válido. Pero el individualismo extremo, el sálvese quien pueda mientras usamos perversamente a los vínculos de turno para satisfacernos, no garantiza diferenciación, sólo garantiza pobreza en las relaciones y empobrecimiento del propio psiquismo concomitante a ello.

¿No sería deseable que la escuela nos ayude a volver “del yo al nosotros”? Un nosotros que no implique indiferenciación, por supuesto, sino cercanía, comunicación, vínculos auténticos, sin alienación, ¿amorosos?


Hay mucho miedo al amor.


También en las escuelas.

Notas bibliográficas:


(1) Mead M. (1984): Adolescencia y cultura en Samoa, capítulo XII Nuestros problemas educativos considerados a la luz de la experiencia samoana, Editorial Paidós, Buenos Aires. (2) Fernández Mouján, J. (2011): La educación en un mundo en crisis: Dificultades en la escuela, en Actualidad Psicológica, Año XXXVI – Nº 396, Buenos Aires. (3) Selvini de Palazzoli, M. y otros (2004): El mago sin magia. Cómo cambiar la situación paradójica del psicólogo en la escuela, Editorial Paidos, Buenos Aires. (4) Fernández Mouján, J. (2020): Riesgo, sobre riesgo, sobre riesgo…, en Clínica con adolescentes. Problemáticas contemporáneas. Silvina Ferreira dos Santos (Comp.), Editorial Entreideas, Buenos Aires. (5) Corea, C. y Lewkowicz, I. (1999): ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez, Editorial Lumen/Hvmanitas, Buenos Aires. (6) Tonucci, F. (Frato) (2007): La maquinaria escolar. Edición de Teresa García Gómez, Centro de Documentación Crítica, Madrid. (7) Fernández Mouján, J. (2015): Sobre los reproches cruzados en la educación: escuela vs. padres y madres, en Actualidad Psicológica, año XL, Nº 439, Buenos Aires. (8) Fernández Mouján, J. y Williams, A. (2020). Educar en “cuarentena”: De lo urgente a lo importante. Nuevos desafíos para la escuela y para la familia. En: Revista Novedades Educativas año 32, No. 359 “Intervenciones para reparar el lazo social”, noviembre 2020, Buenos Aires.


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